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¿Duque busca reciclar la doctrina del enemigo interno?

la silla vacia

Esta columna fue escrita Por Carlos Duarte, coordinador de la línea de investigación en Desarrollo Rural y Ordenamiento Territorial del IEI, en coautoría con Inge Valencia. Publicado en la Silla Vacía el 17 de mayo de 2021

 

¿Adolece el Gobierno de herramientas para generar espacios de dialogo coherentes con el Paro Nacional o su estrategia consiste en romper cualquier acercamiento para darle alas al paradigma del enemigo interior?

Recorremos estupefactos un camino en el que sentimos al país deslizarse hacia un punto de no retorno en materia de orden público y estabilidad social. A partir de un conjunto de dispositivos creados por la Constitución de 1991 para fomentar la participación y gestionar la conflictividad entre los distintos actores sociales y políticos del país, el actual gobierno Duque parece echar por la borda todos los manuales del dialogo y la concertación. ¿Adolece el actual gobierno de herramientas para generar espacios de dialogo coherentes con los retos del actual Paro Nacional o justamente su estrategia consiste en romper calculadamente cualquier acercamiento para darle alas al paradigma del enemigo interior?

 

¿Malos para dialogar?

A pesar de su utilización en el lenguaje común, en el político y en diversos documentos internacionales la definición del “diálogo social” aun parece ser poco clara en términos de precisión conceptual. Quizás esa relativa indefinición sea parte de su misma utilidad.

Existen innumerables técnicas de dialogar. Incluso podría decirse que antes, durante y después del Proceso de Paz de La Habana el dialogo social estuvo en auge. Nuestro tejido social, académico y de intervención no gubernamental experimentó la emergencia de numerosos proyectos y experiencias que —al menos discursivamente— plantearon diversas metodologías para cerrar las heridas y los agrietamientos que nuestro conflicto armado y las violencias desencadenadas por el mismo han producido sobre nuestra geografía nacional durante los últimos 50 años.

Entonces, términos tan llamativos como “diálogos improbables”, “negociaciones entre opuestos”, “gestión de conflictos interculturales e interétnicos” inundaron el vocabulario de la intervención social. Del mismo modo, intrépidas apuestas por la “reconciliación”, la “verdad” y el cambio de enfoque de una justicia transicional punitiva —en dirección de una aproximación de corte restaurativa— parecieron ocupar el pan de cada día durante los primeros dos años subsiguientes a la firma de La Habana.

Igualmente, durante los últimos años, el Estado colombiano se ha venido aprovisionando de todo un arsenal de dispositivos dialogantes y terminaciones nerviosas capaces de identificar y elevar la capacidad de anticipación estatal ante la conflictividad social. El gobierno Santos se dio cuenta que no podía improvisar en una materia tan neurálgica para un país en conflicto. Aprendió esta lección con sus desafortunadas declaraciones respecto al paro agrario del 2013. Posterior a ese evento, el Gobierno dio un timonazo en materia de análisis y gestión de conflictividades. Acá mencionemos cuatro de esos sofisticados aparatos institucionales.

En Presidencia, el Centro de Diálogo Social, Alertas Tempranas y Solución de Conflictos del Gobierno de Colombia (Cedisco), bajo el liderazgo de José Noé Ríos, fue en sus días de esplendor una poderosa herramienta para comprender los movimientos sociales colombianos, su heterogeneidad y especificidad. Asimismo, fue un aparato que se utilizó para planificar una acción estatal no-reactiva, diseñando lineamientos institucionales eficaces para reconocer los acuerdos incumplidos por diversos gobiernos y hacerles seguimiento a las diversas agendas de negociación estatal.

A pesar de sus dificultades logísticas y de recursos, el Ministerio del Interior contaba así mismo con ministros y viceministros dotados de una amplia experiencia en la negociación y la conciliación. La Defensoría del Pueblo con la experiencia de sus funcionarios y su enorme despliegue territorial se convertía en una especie de sistema nervioso de la conflictividad y el conjunto de las victimas latentes o potenciales por medio de su sistema de alertas tempranas. Por último, pero no menos importante, los reflectores apuntaban de manera inequívoca hacia el Alto Comisionado de Paz, un lugar privilegiado con altos niveles de discrecionalidad para adelantar tareas de fina diplomacia.

Con toda esta capacidad instalada, realmente resulta desconcertante la forma como el actual Gobierno ha gestionado el dialogo social a lo largo de su mandato. Hagamos un rápido recuento de sus esguinces más sobresalientes.

Debilitar la confianza y los puentes institucionales con la sociedad civil: El nombramiento de perfiles que se perciben como cercanos al actual Gobierno en los poderes encargados de vigilar al Estado y a la sociedad civil en general —como la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía General de la Nación y la Procuraduría— indudablemente dejan en vilo la independencia de estas instituciones y siembran la desconfianza generalizada en la agilidad de sus actuaciones, así como en la imparcialidad de sus reportes y procedimientos.

Elegir de manera arbitraria el interlocutor del dialogo: Repetidamente el Gobierno actual busca entablar puentes de negociación con quienes percibe como más legítimos desde su punto de vista, en vez de dialogar con los actores que se encuentran directamente en el corazón de las acciones colectivas. Este repertorio de actuación puede observarse en el primer dialogo que inició y acordó con los rectores de las Universidades Públicas en vez de acudir a las instancias estudiantiles y de profesores en el paro universitario en el 2018. Igualmente, en el 21N del 2019, el ejecutivo creo una instancia como fue la del Gran Dialogo Nacional, que parecía estar diseñada más para atenuar la movilización y dilatar las conversaciones que para ofrecer soluciones a las problemáticas planteadas.

Mantener distante la figura presidencial: Uno de los símbolos más impactados por su lejanía con los procesos de dialogo social es la del presidente. A pesar de su gran vocación para comunicar a través de su programa diario, el presidente da la sensación de que no llega a las instancias criticas o conflictivas, o cuando cree que su posición dominante va a ser interpelada. Su distancia ha rayado con la indolencia, como cuando invito a Maluma a la Casa de Nariño antes que recibir a los voceros del paro nacional universitario. Tampoco ha querido reunirse en asamblea abierta con la Minga Indígena del Cauca, tal y como muestra el texto de Katerine Duque “¿De dónde viene la Minga? ”. El último episodio de este patrón de comportamiento es posible verificarlo con el último Paro Nacional, cuando a pesar de los llamados desesperados de la gobernadora y el alcalde de Cali vino un día en la madrugada a un Consejo de Seguridad y se fue furtivamente antes del alba.

Cabezas más guerreristas que dialogantes: Los perfiles de cargos claves para buscar el consenso social —como el Ministerio del Interior y el Alto Comisionado de Paz— se han concentrado más en el alineamiento de la doctrina institucional que en construir puentes con los diferentes actores sociales de la nación. Caso aparte merece la figura del Alto Comisionado de Paz que ha devenido una especie de "tribuno militar romano" más que el funcionario responsable de orientar al primer mandatario en la búsqueda negociada de la paz.

Prefiere perder política y económicamente a mostrarse ideológicamente flexible: El anterior conjunto de factores ha repercutido en una serie de fracasos en la conciliación y la gobernanza interna. Económicamente, la posición férrea de Gobierno lo llevo a pasar de un tope negociador de 1 billón de pesos acordado con los rectores a cerca de 4 billones que finalmente termino costándole el paro nacional universitario. Políticamente su actitud con derechos fundamentales (como la consulta previa) le pasa factura de manera recurrente. Su actitud ideológicamente sesgada está echando por la borda el que hubiera podido significar el acuerdo de paz más importante de los colombianos a lo largo del siglo XX y lo que ha transcurrido del XXI.

Su falta de sensibilidad social con los más vulnerables le está costando la poca credibilidad que había podido recuperar al inicio de la pandemia del covid. Su obstinación con el proyecto de reforma tributaria que ya había nacido muerto ante el empobrecimiento generalizado de los colombianos, nos está costando billones de pesos en infraestructura pública y en la desaceleración de un aparato productivo ya golpeado. El tratamiento securitario del actual Paro Nacional pude dejar heridas irrecuperables en instituciones como la Policía y puede costarle al país la expansión y profundización de críticos niveles de ingobernabilidad.

Ahora bien, ¿será que el Gobierno no sabe todo esto? O lo sabe muy bien y por eso mismo ha tomado otra ruta de intervención diferente a la del dialogo, que prevalece a la hora de sopesar sus actuaciones. Dicha ruta estrangula el dialogo y la concertación bajo el interés de parámetros de seguridad y cálculo político del miedo. Porque si no, ¿cómo entender lo que ha pasado en las últimas dos semanas en ciudades como Cali, Buga y Popayán con una respuesta desmedida sobre la protesta social por parte de las fuerzas policiales y militares?

 

El manejo securitizado de la conflictividad social

Somos testigos de la organización de nuevas formas de movilización que han venido emergiendo como producto de profundos procesos de individualización social, universalización de las redes sociales, precarización y aumento de las brechas de desigualdad. Estas formas de organización colectiva son profundamente horizontales, tienen dificultades o no reconocen totalmente los mecanismos de representación tradicional de la izquierda, se movilizan a modo de enjambre (como esbozara Byung-Chul Han) e invitan a repensar o deconstruir la fácil conceptualización oficial del “vándalo”. Asimismo, plantean la necesidad de pensar espacios de diálogo social multinivel y multisituados.

Recordemos que el momento que estamos viviendo tiene conexiones innegables con el 21N de 2019 y con los eventos de septiembre de 2020. En este 2021 vivimos el episodio 3 de este ciclo de movilizaciones que se han agudizado con el impulso del efecto pandémico. Conviene remarcar que en esta última fase —que inicio después del 28 de abril— la mayoría de las ciudades mantuvieron los procesos de movilización hasta el 2 de mayo, día en que Duque decidió retirar el proyecto de reforma tributaria y, que, a pesar del retiro del proyecto, la movilización continuó.

Pero lo que vimos a partir de la noche de ese sábado 1 de mayo fue la decisión del presidente de declarar la asistencia militar para afrontar la protesta social. Dejando en claro que la continuación de estas sería tratada como una alteración de la seguridad, como una amenaza a la estabilidad del orden público del país y que, por lo tanto, el tratamiento debía ser exclusivamente militar. Implícitamente se dejaba entrever que lo político (el dialogo) quedaba subordinado por el tratamiento policivo y securitario. O, entonces, cómo entender que después del 3 de mayo declarado en Cali como día cívico por el alcalde Ospina, veríamos el despliegue de esta asistencia militar a partir del aumento de pie de fuerza en la ciudad y con ataques sostenidos sobre la población civil en muchos de los puntos de movilización. Esta asistencia militar se materializó a través de la presencia constante del ministro de Defensa, Diego Molano, en Cali. Demostrando la agencia del poder nacional sobre un poder local cada vez más errático.

Solo para ver la sistematicidad de lo que pasó desde el 2 de mayo, nuestra región se convirtió en el epicentro de diversos repertorios de violencia urbana. Revisemos algunos de los elementos más relevantes que caracterizan la primacía de la salida militar por encima del dialogo social para el entorno metropolitano de Cali.

Acción ofensiva del Esmad: Este es el repertorio más común que utilizan los gobernantes para replegar acciones de protesta ofensiva que detienen la economía o vulneran derechos esenciales de terceros. En el caso caleño llama la atención que el protocolo invita primero a respetar las vías civiles y de dialogo, pero en este caso la utilización directa del Esmad y la orden de entrar la Fuerza Pública a Univalle por parte de la gobernadora y el rector anticipaba la intolerancia estatal.

Despliegue inusitado del pie de fuerza: La asistencia militar decretada el 1 de mayo se materializo con la acción coordinada de cuatro generales de la Policía, quienes en la práctica tomaron el control de las decisiones en materia de seguridad. Adicionalmente se contó con

la ampliación de un pie de fuerza sin precedentes (10 mil policías y 2.010 hombres del Ejército para una sola ciudad) que —sin duda alguna— escaló la violencia de la ciudad sin que necesariamente se hubiera logrado la retoma del control y la gobernanza urbana.

Operaciones tipo comando: Existen múltiples denuncias de utilización desproporcionada de la fuerza por parte de las patrullas y comandos del Grupo de Operaciones Especiales de la Policía (Goes). Los testimonios apuntan a denunciar la irrupción nocturna del Goes en los puntos de movilización utilizando armas de fuego y alto calibre contra población desarmada, comportándose casi como una fuerza de ocupación en su mismo país. Adicionalmente estas operaciones contaron en varias ocasiones con asistencia aérea ofensiva por parte de los helicópteros de la Fuerza Pública que dispararon gases lacrimógenos o sobrevolaron la ciudad permanentemente.

Igualmente, inquietante —por el precedente que crea para este tipo de operaciones urbanas de comando— fue la afectación en la conectividad de internet en Cali la noche del 4 de mayo, cuando ese ha sido el canal más eficaz de denuncia frente a las denuncias de uso excesivo de la fuerza policial. Por último, está aún por esclarecer las graves denuncias del camión de la Policía del que se bajaron policías vestidos de civil abriendo fuego contra uno de los puntos de bloqueo en La Portada.

Ineficiencia para controlar acciones de corte paramilitar: En varias ocasiones camionetas blancas Toyota Prado de alto cilindraje o pistoleros en motocicletas han estado pasando, disparando impunemente por los diferentes puntos de concentración, incluso hacia el personal médico que atiende los manifestantes heridos. Realmente resulta sorprendente que con un pie de fuerza de 10 mil policías y con el alto número de cámaras instaladas en la ciudad los resultados de captura y esclarecimiento de estos hechos hayan sido prácticamente nulos. Esta situación derivó en el asesinato de Lucas Villa en la ciudad de Pereira bajo un idéntico modus operandi.

Connivencia entre policía y civiles armados: El 9 de mayo se presentaron tiroteos y quema de vehículos entre ciudadanos armados y los integrantes de la Minga Indígena. Estos hechos preocupan, no solo por su gravedad intrínseca, sino porque además dejaron ver una evidente parcialización de los organismos de seguridad. Existen numerosas pruebas documentales en las que se observan que la Policía no interviene para detener a las personas armadas que disparan, sino que además les brindan asistencia logística.

Detenciones y señalamientos arbitrarios: El 15 de mayo el ministro de Defensa —en un reporte público— señaló como responsables de los disturbios del día anterior en la ciudad de Popayán a varias personas que presentó como cabecillas de estructuras guerrilleras. Sin embargo, al día siguiente la Gobernación del Cauca desmintió al ministro de Defensa y puso en evidencia que se trata de falsos positivos judiciales. A lo largo de los últimos días, según defensores de derechos humanos, se vienen presentando detenciones arbitrarias hacia líderes de los puntos de movilización en la ciudad de Cali, que después tuvieron que ser puestos en libertad al no tener ningún fundamento jurídico su detención.

 

La doctrina del enemigo interno 2.0

El anterior panorama —además de evidenciar la cruda violencia y la violación sistemática de derechos humanos y el uso excesivo de la fuerza por parte de organismos como el Esmad— nos muestra claramente una apuesta del Gobierno por securitizar la protesta social y reactivar los discursos del enemigo interno muy propios de la doctrina de seguridad nacional.

Sin embargo, el actual panorama no es el mismo al de la segunda mitad del siglo XX. A partir del icónico trabajo de Naomi Klein "La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre" tenemos herramientas contemporáneas para pensar el paradigma de la gobernanza por medio del control del miedo a gran escala en la sociedad de la información. De acuerdo con un excelente balance, realizado por Olha, las tecnologías de control basadas en el miedo buscan anular el repertorio crítico de la sociedad mediante la inducción de un estado de shock o conmoción general, en el que se terminan por confundir problemas y soluciones, causas y efectos en términos de políticas públicas, responsables y víctimas. “No solo es de utilidad para imponer un conjunto de medidas económicas, sino, también, todo tipo de planes y proyectos hegemónicos que confunden a las masas, reducen la participación ciudadana activa y apuntalan, en consecuencia, un ordenamiento autocrático sustentado en el miedo a la crisis, independientemente de cuál sea la naturaleza de la crisis”.

Olha retoma a Foucault para explicarnos cómo el miedo no es tan efectivo cuando se siente distante. El miedo se convierte en shock cuando nos inunda en nuestros pequeños privilegios. La microfísica del poder es el disparador por excelencia: allí, cuando se pierde la posibilidad de moverse libremente por la ciudad o de abastecerse en el supermercado aun cuando no se tenga el recurso para hacerlo. Son estas pequeñas dominaciones cotidianas, normalizadas o invisibilizadas por la costumbre, las que propician las condiciones de posibilidad del control sistémico y las que legitiman el status quo con base al miedo.

Sin embargo, el miedo original es el miedo a la muerte, como hemos podido observar con virulencia en este paro y en las declaraciones de esta noche en las que el señor presidente llama a “desplegar la máxima capacidad de las Fuerzas Armadas” para restablecer el orden y la movilidad.

Para Arlene Tickner la securitización nos muestra los efectos políticos de presentar una situación sociopolítica bajo la óptica unilineal de la seguridad. Mediante el anterior artilugio, los problemas sociales se convierten en una amenaza que afecta la existencia de algún objeto referente, sea el Estado o paradójicamente la sociedad misma.

Cuando se invoca la seguridad, el sujeto-amenaza se encuadra discursivamente como un problema que se encuentra por encima del debate público debido a su gravedad y, por consiguiente, se justifica la suspensión de las reglas normales de la política con el fin de permitir a las élites gubernamentales adoptar medidas de emergencia para hacer frente a la amenaza existencial. En términos de la antropología de la violencia de Rene Girard, el sujeto-problema se convierte en un chivo expiatorio que debe ser sacrificado por el bien común.

El ejecutivo viene obliterando la puerta del diálogo como sucedió durante toda la primera semana de mayo, cuando se negó sistemáticamente venir a Cali, tanto que, hasta el vocero de su partido, Gabriel Velasco, renunció a la vocería del Centro Democrático al ver que el presidente se negaba a dialogar o al menor visitar la ciudad. Por el contrario, lo que se ha justificado es el uso de la fuerza y de la intervención militar en nombre de la alteración del orden público, a partir de la creación de un régimen excepcional como es la asistencia militar.

A la securitización, además, le podemos añadir una reactivación de la teoría del enemigo interno. Esa misma que en nuestro continente dejó tantas intervenciones y tantos civiles asesinados en nombre de la seguridad nacional. Ya que el Estado, al definir qué o quién es la amenaza para proteger a sus ciudadanos, optó por seguir la doctrina del enemigo interno, como sucedió en la década de 1970 y 1980 donde vimos miles de asesinatos en nombre de la guerra contra el comunismo. A pesar de que creíamos que habíamos pasado la página del enemigo interno, hoy vemos como progresivamente este discurso se reactiva cuando se definen enemigos internos como los vándalos o cuando se da el tratamiento de enemigos públicos a un proceso social como la Minga, o se le da el tratamiento de criminales a reconocidos liderazgos sociales como sucedió en Popayán. ¿Se refuerza acaso el escenario de los modernos chivos expiatorios?

Vemos como la protesta social en nuestro país —luego del Acuerdo de Paz de La Habana, justo cuando cada vez se hace más masiva y menos jerárquica— viene perdiendo su reconocimiento político efectivo de parte del Gobierno. Como hemos visto, el señor presidente no cierra el dialogo por falta de herramientas o porque se vea cercado por un poder interno que lo arrincona.

El presidente Duque parece decidido a incendiar la pradera con la convicción de que así puede reconstruir al enemigo interno y resucitar la doctrina de seguridad nacional. No es la primera vez que se intenta. Ya fue una estrategia ganadora de su partido durante el plebiscito sobre el Acuerdos de Paz en 2016. Aunque cuidado, las ramas del bosque están muy secas y combustibles. El incendio puede acabar con todo y no dejar qué gobernar.

 

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